Parece que lo lleva grabado en el apellido (Springsteen: adolescente de la primavera). Cuenta que la primera vez que pudo sostener su mirada en un espejo fue al colgarse una guitarra a los hombros. A sus 59 años, todavía no se la ha descolgado. Como muchos otros adolescentes, se aferró a lo que le permitió soñar con salir del entorno al que estaba predestinado, personalizado en la figura de su padre, un trabajador del pequeño pueblo de Freehold, en Nueva Jersey, con quien no llegó a entenderse. Más de cuarenta años después parece que quiere seguir aferrándose a ella, no para escapar de nada, no le hace falta, sino me imagino que para seguir sintiéndose joven, libre y disfrutar con lo que ha hecho siempre. Tres horas ininterrumpidas de concierto, sábado y domingo también, lo demuestran. Y a qué ritmo…

Mi adolescencia está ligada a su música. Siempre me provoca una momentánea pero profunda regresión a esa época. Como si del amigo invisible de un niño de tres años se tratara, formó parte de esos años de mi vida, probablemente los más tristes y penosos. No puedo imaginar mi presente sin el apoyo de su música entonces… Al igual que él empezó a tocar la guitarra a los nueve años porque quería ser como Elvis, yo empecé al mismo tiempo porque quería ser como él, y aunque mis gustos musicales han ido derivando hacia otros derroteros, creo que su espíritu nunca me ha abandonado. Siento la música como un camino que nunca se abandona y que te permite afrontar la vida con dignidad y mirarte al espejo sin bajar la mirada.

Cualquiera se siente su amigo, pues nunca ha dejado de transmitir una verdadera identificación con la gente ordinaria que como los personajes de muchas de sus canciones, tira adelante con todas las penurias y sinsabores que la vida trae. Reconozco que los tres años que Silvia y yo pasamos en Castellón trabajando en fábricas, panaderías y limpiando en parroquias entre otras cosas, encontraron de nuevo apoyo en su música, y mientras otros compañeros se resignaban a aguantar al jefe o encargado gilipollas de turno, por miedo a perder el sueldo y no llegar a fin de mes, ella y yo plantamos cara siempre que hizo falta y nos encontrábamos de la noche a la mañana buscando de nuevo trabajo. El último año mejoramos considerablemente nuestra situación, hasta que tuvimos la oportunidad de regresar a Cádiz. No voy a decir que el mérito sea de Springsteen, más bien de la peleona de mi mujer y su apoyo, pero es verdad que en toda la discografía de Springsteen encontramos repetidamente el mismo mensaje: «I wanna spit in the face of this Badlands» («quiero escupir en la cara de estas malas tierras»), o «Tramps like us, baby we were born to run» («vagabundos como nosotros, nena, nacimos para correr»), siempre con la esperanza de encontrar algo mejor, encontrar tu propio camino.

De alguna manera, aunque no se entendieran, Bruce llegó a convertirse en lo mismo que su padre: en un currante. Verlo, POR FIN, el pasado domingo dia 20 de julio en Barcelona, me volvió a convencer de esto último. No le importa hacer el mono en el escenario, no tiene sentido del ridículo, lo único que hace es pateárselo de cabo a rabo una y otra vez, siempre mirando y haciendo trabajar al público, toreándolo y mareándolo a su gusto. Dándonos lo que todos queríamos: un Bruce cercano, que más que una estrella de rock, parece un adolescente que quiere disfrutar de la última noche de diversión de su vida, porque mañana, quién sabe… Impresionantes los momentos en que 90.000 personas coreamos los finales de canciones emblemáticas como «Thunder Road», «Born to Run» o «Badlands», o cuando después de hacernos gritar durante un buen rato, en cuestión de 15 segundos consiguió repitiendo «a little softer now» que el Camp Nou quedara en absoluto y literal silencio, para volver a hacernos gritar segundos después.

Pero lo mejor de verdad es poder haberlo compartido con amigos de verdad, no imaginarios: ese Igna, ese Jaime, y la que es, parafraseando de nuevo a Bruce, «a woman I can call my friend». Te quiero. Gracias a los tres.

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