Cuando me contaron por primera vez que Rossini se retiró de la música a los 37 años, tras obtener un enorme éxito internacional y forrarse cual Bill Gates (no tanto), y que dedicó el resto de su vida casi exclusivamente a la gastronomía, pensé que no podía tratarse más que de un chufla de la vida, interesado más en ganar dinero gracias a su precoz talento que en aportar su grano de arena al desarrollo de la ópera del s. XIX.
Su música y su sensibilidad salen sin embargo enseguida en su defensa. Podemos pensar en varias pequeñas razones que en conjunto pueden hacernos entender sus motivos: enfermedad, agotamiento, aburrimiento del entorno burocrático-empresarial que rodeaba entonces al mundo de la ópera (y que todavía hoy y en cualquier otra actividad artística sigue haciendo estragos; aunque me imagino que es inevitable y necesario), intuición y previsión de los cambios que se avecinaban en el panorama musical… y, también, y por qué no, porque parte de su talento y personalidad estaba siempre aderezada con una alta dosis de humor y deseo de disfrutar la vida al máximo, con o sin música.
Para ser sinceros y justos, nunca abandonó la música. Continuó componiendo, pero de una manera infinitamente más relajada, lo cual no es difícil dado el intenso ritmo de creación durante su juventud.
No os voy a hablar de su archiconocida obra musical, que incluye óperas como “Guillermo Tell”, “El Barbero de Sevilla” o “El Turco en Italia”. Prefiero dejaros con algunas anécdotas atribuidas “al Gordo”, copiadas y pegadas de varias páginas de internet (a su vez también copiadas y pegadas de otras, porque son idénticas):
“Su interés por la comida y la bebida tiene anécdotas desde su infancia. Se explica que a sus seis años se dedicaba a vaciar las botellas de vino de misa de la iglesia de Pésaro”.
“Sentado al piano, intentaba tocar la partitura de Tannhäuser ante unos amigos. Uno de ellos advirtió que había puesto la partitura al revés y le preguntó: – ¿La pone al revés? – Sí, lo pruebo así. Antes la he tocado al derecho y me ha parecido mucho peor”.
“Una noche, al salir de un concierto al cual acababa de asistir el compositor, se acercó una señora:–Maestro –le dijo–, ¡finalmente puedo contemplar esta cara genial, que sólo conocía por retratos! No se puede equivocar: Ud. tiene en el cráneo la joroba de la música. –¿Y que me dice de ésta, señora? –Contestó Rossini tocándose la barriga–. Ud. no puede negar que sea aún más visible y desarrollada. Y es cierto que mi verdadera joroba es la gula”.
“El compositor Alberto Lavignac, que conocía perfectamente los vicios de Rossini, le regalaba de vez en cuando una docena de las deliciosas sardinas que se pescan en el Golfo de Gascuña. El Maestro le dijo un día: -Por favor, no me mande estas cosas el sábado. El sábado hay siempre mucha gente a la mesa conmigo, y yo, cuando tengo las sardinas quisiera comerlas sólo, pero como soy tan buen marido, tengo que regalar siempre una a Olimpia (su esposa)».
“Una vez, en premio de una apuesta donde había acertado, ganó un pavo trufado, pero el perdedor le daba largas para pagar la apuesta. Rossini le fue a ver un día y le dijo: –Oye, ese famoso pavo, ¿cuándo se come? –Sabe, Maestro, no es todavía la estación de las trufas de primera calidad. –¡Que no, que no! Eso es una falsa noticia que difunden los pavos para no hacerse rellenar”.
“En 1864, el Barón Rothschild – buen amigo de Rossini – le mandó como regalo unos racimos de las maravillosas uvas de sus invernaderos, y recibió esta respuesta: -¡Gracias! Su uva es excelente, pero no me gusta mucho el vino en pastillas-. El Barón entendió la alusión, y le gustó tanto este divertido comentario, que hizo mandar en seguida al Maestro un tonelete de su mejor Chateau-Lafitte”.
“Se dice que en toda su vida lloró únicamente en dos ocasiones: a la muerte de su padre, y cuando se le cayó por la borda del barco un pavo trufado. Situación comprensible, si tenemos en cuenta, que para Rossini la trufa era “el Mozart de las setas”.
“Cuentan que una soprano intentando recoger elogios del propio Rossini, interpretó la aria de Rosina «Una voce poco fa» de la ópera Il barbiere di Siviglia inventando gran cantidad de florituras y ornamentaciones que el autor no había escrito en la partitura. En cuanto acabó la obra, Rossini se acercó a ella interrogándola muy serio:-¡Felicidades, muy bonito! ¿A quién pertenece la partitura?»
“En cierta ocasión, un joven pianista y compositor tenía un gran interés en asistir a las veladas que Rossini organizaba la noche de los sábados en Passy, localidad cercana a París. Deseaba que el Maestro le aconsejara sobre cuál de las dos partituras que había compuesto era la más idónea para ser presentada en un concurso. Rossini escuchó la primera y antes de que iniciase la interpretación de la segunda, se levantó y le dijo:-¡Ya lo sé, lo tengo muy claro! Presente la segunda.- Seguro que sería mejor que la que acababa de oir…”
“Domenico Barbaia, famoso empresario del Teatro San Carlo de Nápoles, le encargó una ópera en 1816: Otello. Con el fin de que pudiera realizar la composición cómodamente, le prestó su Palazzo Berio. A sus 24 años, Rossini aceptó el compromiso. Tengamos en cuenta que el joven era considerado el mejor compositor de óperas del momento. El huésped permaneció durante seis meses en el palacio del buen Barbaia, comiendo y bebiendo en compañía de buenos amigos. Harto ya, el empresario ordenó a sus criados que lo encerraran en una habitación solitaria. Rossini quedó condenado a una ración de macarrones hervidos y agua, hasta que acabara el trabajo que al parecer ni siquiera había iniciado. En veinticuatro horas compuso la obertura y pocos días después los tres actos de la ópera que sólo tenía de original los números 1, 2 y 3. Barbaia no sabía música y no pudo advertir que Rossini había repetido más de una vez la obertura completa. Así, conquistó su libertad y pudo disfrutar de los macarrones trufados que tanto le apetecían”.
“De sus últimos años nos habla de él con humor Théophile Gautier lo siguiente: -Está monstruosamente obeso; hace seis años que no ha visto sus pies. El metal de su orquesta tiene resonancias de batería de cocina, incluso en el momento de sus más sublimes inspiraciones».
Gioacchino Rossini: “Después de Guillermo Tell, un éxito más en mi carrera no añadiría nada a mi renombre; en cambio, un fracaso podría afectarlo. Ni tengo necesidad de más fama, ni deseo de exponerme a perderla».