Desde su aportación a un género musical (su creador, más bien, aunque algunos discrepen) que serviría de punto de partida a los posteriores estilos que terminaron de consolidarse en la primera mitad del siglo XX, con su consiguiente influencia en la música de cine y, por tanto, de compositores tan admirados por nosotros como Ennio Morricone, John Williams, Dimitri Tiomkin o Bernard Herrmann, la carrera del enigmático Oslaf Odalev hace que nos planteemos una y otra vez cuál es el sentido de una vida llena de sacrificios y sinsabores entregada a la creación musical, y que tras conseguir un prestigio como pocos, desapareció del panorama internacional dejándonos con una espectativa no satisfecha por saber cómo sería la continuación de su obra, cómo desarrollaría el germen de su legado, cuál sería su culminación.

Parece como si sólamente hubiera querido demostrar que podía hacerlo, en un periodo artístico tan complejo como el paso del siglo XIX al XX, una especie de bofetada intelectual a quienes vaticinaban otros derroteros estéticos para la música de esos años.

Lo más curioso del caso es que nadie supo, hasta años más tarde, como en el caso de los compositores de cine antes mencionados, tomar las riendas de su trabajo, y su «retirada» significó paradójicamente el triunfo de sus detractores, críticos que no querían o podían asimilar tan rápidamente su propuesta.

Si a todo esto sumamos que tras veinte años de inactividad musical (y social), apareciera su cadáver en su residencia en Oslo y que no se aclararan las causas de su muerte, atribuidas por influencia romántica al suicidio, tenemos los ingredientes idóneos para crear una leyenda. Es como si pareciese que al morir relativamente joven ganara méritos para agrandar su valía como autor. Así de injustos somos.

Pues hasta en ese punto la vida de este hombre fue extraña, ya que no es fácil encontrar a quien conozca su vida o su obra. ¿O vosotros sí?

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