Se frotaba las manos por el frío a la vez que doblaba el atril, desmontaba y limpiaba la flauta y la guardaba en su funda, todo en menos de dos minutos. Contando lo de la gorra siempre pensaba en él. No la crió mal, pero tenían demasiado el mismo carácter. Y eso que él siempre decía que era la viva imagen de su madre. No tan guapa, quizás, pero seguro el mismo carácter. Siempre pensaba en él cuando la cuenta nunca llegaba a 15 dólares. Eran él y los 15 dólares, siempre. Pero sabía que algún día tendría que usar esos casi 15 dólares para llamarle, y los gastaría porque sabía que no sería una conversación corta.
Salía del instituto apretando fuerte el asa de su cartera por el frío, con los apuntes depurados tras treinta años enseñando literatura a chavales que sólo pensaban en follar. Cada vez que doblaba la esquina del restaurante chino y encaraba la estación de metro pensaba en ella. Siempre recordaba cuando le regaló su cartera de piel reluciente. Primero vino la época en que ella nunca se soltaba de su mano. Después vino el cáncer. Ahora ella tendría 22 años y la cartera no brillaba tanto. Su mujer desistió tras regalarle tres nuevas. Él siempre la apretaba fuerte, y no sólo por el frío.
Le encantaba el olor a hierro y tierra húmeda del metro. Se sentía seguro allí y sólo salía para comer en el callejón trasero del restaurante chino de la esquina. Le gustaba la historia de que en los restaurantes chinos ponían carne de perro. Cuando encontraba un trozo de carne entre la basura pensaba: «¿Serás tú, primo Sparky?» Tras diez años allí, se sabía mejor que nadie los horarios de los trenes, pero un día, por culpa de la artrosis, no cruzó a tiempo una de las vías. Como le gustaba el olor a hierro y tierra húmeda, decidió quedarse por allí una temporada.
Janey echó de menos aquella noche al perrillo que siempre la esperaba al salir de la estación. Como siempre, pasó al lado de la cabina de teléfono de la salida, la miró, pero pensó en un rollito de primavera con el olor que venía de la esquina. El Sr. Winward se cruzó con ella, la rozó con su cartera y sin mirarla se disculpó. Tucker olfateó, olfateó y olfateó… pero no olía nada. Al cuarto intento, consiguió olfatear la infinitésima parte de la distancia que existe entre una funda arañada de flauta y los hilos desprendidos de una vieja cartera de piel que se rozan durante una décima de segundo, y como si fuera un último aliento que se le escapara como por descuido, como un estornudo, consiguió ladrar. Ellos se volvieron y se miraron durante casi diez segundos. Ella volvió a la cabina y él tiró la cartera en la primera papelera que encontró, con los apuntes que se sabía de sobra de memoria.
Interpretado por «Nou Ensemble«: Alessandra Rombolá (flauta), Myriam García Fidalgo (violonchelo) y Jose Pablo Polo (guitarra).