No voy a caer en la tentación de hacer un pareado fácil: Ennio no es un genio, es un currrante. A las seis de la mañana a currar. Nada de hacerse el remolón en la cama, como me gusta a mí. Nada, nada, a componer se ha dicho. Nada de esperar a que una musa revolotee a su alrededor y le lleve de la mano por los recónditos laberintos del subconsciente donde encontrar una idea que desterrar al racional y consciente mundo del papel y el lápiz para garabatearla en un pentagrama. Nada, nada, a levantarse y a ponerse a currar. Si no, ¿cómo carajo iba a hacer cerca de quinientas bandas sonoras en su carrera? Y la cantidad no es la cuestión, ni si quiera el que nos encanten muchas de ellas. Más que la belleza de su trabajo me gustaría resaltar otra cualidad que en el mundo del cine es más necesaria: la coherencia. Y eso es un trabajo, el de toda una vida.
Nada de orquestadores que terminen de perfilar el trabajo compositivo. Él se lo come con papas de cabo a rabo. Yo lo interpreto como un planteamiento de su trabajo entendiendo y admirando la obra de grandes compositores como Bach, Mozart, Beethoven… y una de sus cualidades más sorprendentes: la inevitabilidad de su música. ¿Qué es esto? Pues que su música es inevitable. ¿Por qué? Porque no sobra ni falta nada. Tras un muy laborioso proceso en el que se revisa una composición, la estructura, la distribución entre las voces, las distintas alternativas a la hora de armonizar, orquestar, etc., se rechazan todas las opciones y se queda sólamente una, que no es ni la más compleja ni la más elaborada, sino más bien la más sencilla e inevitable. Siguiendo, como dice un profesor mío de composición, la ley del más flojo: expresar más con menos. Y no nos engañemos, eso es un trabajo, el de toda una vida.
Pero Morricone hace música aplicada, para el cine. Entonces debe añadir coherencia dramática a su trabajo. Sé que algunos conocéis bandas sonoras suyas, por ejemplo de los setenta, que casi nadie reconocería, y habéis escuchado al enseñársela a alguien:«¡¡¡¿Eso es de Morricone? Qué raro!!!». Para mí eso es coherencia. Sacar una banda sonora de la película para la que está hecha es un error. Nos gusta La Misión, pero para mí no es de sus mejores trabajos. Mi banda sonora favorita es Érase una Vez en América, pero tampoco considero que sea su mejor trabajo. Probablemente lo mejor de Morricone esté disperso entre muchas bandas sonoras, muchas desconocidas, aportando a cada una de ellas un enfoque «inevitable», ayudando al ritmo narrativo, ayudando a comprender a los personajes, ayudando al director a contar una historia, sin florituras ni exhibicionismo. Aunque al escucharlas fuera de la peli nos resulten raras, incluso feas.
Debo reconocer que además el tio me cae bien. Es un poco suyo, serio, tranquilo, amable. No suele grabar fuera de su Roma natal. Todo queda en casa. Que un director o un productor quieren contar con sus servicios, pues que la banda sonora se grabe en Roma con los músicos de la Academia de Santa Cecilia. Que hay que hablar con él, que aprendan italiano. Que necesita más tiempo para elaborar la banda sonora y grabarla a gusto, pues más tiempo. Se puede permitir esos lujos, y creo que se los merece.
Esa coherencia de la que hablo se puede apreciar a veces en detalles casi imperceptibles. En Cinema Paradiso podemos oir una grabación casi seca, con pequeñas desafinaciones en los metales, con un grupo de cuerdas reducido y con un piano que a veces me parece vertical y no de cola. Un sonido más bien pobre, bastante cercano a una banda de mediados del siglo pasado. Quedaría más resultón y pomposo con la Orquesta Sinfónica de Londres, claro, pero no sería coherente ni nos ayudaría a «sentir» la película de la misma manera: «¡La plaza es mía!».
Coherencia dramática también se alcanza ofreciendo la música antes del rodaje, para que actores, director de fotografía y montador puedan desarrollar su trabajo teniendo una visión más completa del posible resultado final, método que pudo desarrollar con su compañero de colegio Sergio Leone, y que otros músicos como Philip Glass también han desarrollado posteriormente en películas como Kundun, de Martin Scorsese. Ese trabajo paralelo de la música con la producción de la película nos regala momentos tan dramáticos e impactantes (y de otra manera imposibles) como en Hasta que llegó su Hora («Once Upon a Time in the West»), en el que podemos ver a un Charles Bronson desafiante y vengativo, haciendo cada una de sus apariciones tocando su armónica a modo de presentación y advertencia, con una pesada, reiterativa y machacona «minimelodía» de dos notas a distancia de un semitono. Lo que durante toda la película se nos presenta como una aburrida pieza, se convierte por el sutil arte de la anticipación en un dramático efecto al descubrir que esa melodía no es sino la respiración del personaje de Charles niño, que aguantaba sobre sus hombros a su hermano con la soga al cuello, con las manos atadas y la armónica en la boca, respirando (jadeando), intentando no desfallecer y dejar caer y morir ahorcado a su hermano, produciendo esa «melodía-respiración» que ahora nos llega a emocionar. Esa melodía obsesiva y «real», que ocurre en la historia, no puede encarnar de mejor manera el trauma y el ansia de venganza del niño. Música aplicada, hecha drama y coherente.
Siempre agradeceré a este hombre su participación en pequeñas producciones, económicamente hablando, que me sorprenden cualquier noche, zapeando y encontrando su música, que reconozco con una sonrisa, en cualquier producción cinematográfica o televisiva de los sesenta, setenta, ochenta… y que ni imaginaba que contara con su colaboración. Afortunados ellos. Y eso es un trabajo, el de toda una vida.